FLORILEGIO
II
RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO
II
RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO
(El joven Sánchez Ferlosio, junto a su mujer,
por entonces, Carmen Martín Gaite)
La
segunda entrega de este Florilegio
literario corresponderá a uno de los mejores narradores y ensayistas
españoles del siglo XX (y XXI, ya que aún tenemos la suerte de
contarlo entre nosotros, aportándonos, aunque sea esporádicamente, algunas de
sus excelentes prosas en los periódicos): Rafael Sánchez Ferlosio. Este
escritor, integrante de la llamada “generación del 50”, nació en Roma en el año
1927, adonde por entonces se encontraban su padre, Rafael Sánchez Mazas
–escritor y corresponsal de ABC- y su madre, Liliana Ferlosio. Hemos elegido el
capítulo XVIII de su primera obra, publicada en 1951, Industria y
andanzas de Alfanhuí. Poco después, editaría su famosa novela El Jarama. Disfrutad con la imaginación
y con la pericia verbal de este escritor que recibió en el 2004 el máximo
galardón de las letras hispánicas: el premio Cervantes.
De cómo despejó
una nieve la melancolía de Alfanhuí
Cuando
vino el invierno, Alfanhuí se arrimaba al fuego de la chimenea; se sentaba en
un tajo, a la izquierda del fogón, debajo de la campana. Poníase a mirar el
fuego y nada decía. El fuego le miraba con su cara. Ojos y boca tenía el fuego.
Su boca de dientes de astillas, crepitaba, hablaba. Sobre los ojos del fuego,
la frente del maestro. Hablaba el fuego con sus dientes antiguos; componía
espigas y las desgranaba. Cada espiga una historia, cada historia una sonrisa.
Como puñados de trigo derramados sobre la piedra, volvían del fuego las
historias. El eco de las historias duerme en las chimeneas. El viento quiere
desbaratarlas. El fuego las despierta. El fuego despertaba la frente del
maestro del fondo de la mirada de Alfanhuí. Clara frente. Alfanhuí escuchaba
las historias repetidas; recogía el trigo con sus manos, reconocía la voz.
Reconocía también, entre el trigo, sus viejas sonrisas. Noches enteras. A
bocanadas entraban por el fuego las historias, llenaban la cocina. Ahora el
fuego crecía solo, menguaba solo, solo volvía a crecer y solo se apagaba.
Alfanhuí miraba y oía. Dejaba de mirar, y ya no oía.
Una
noche de frío todos estaban en la cama. Alfanhuí junto al fuego, el aire de la
cocina estaba caliente, cargado y esponjoso como un aceite lleno de grumos, que
buscaba salir por las rendijas. La cerrazón de la cocina obligaba a las cosas a
un sueño turbio y obstinado. Y todo se volvía lleno de calor y de ahogo. Las
arañas, los gatos, las carcomas, las hormigas empezaron a removerse como a
disgusto, a arañar, yendo y viniendo, buscando respirar en los cuchillos de
aire frío de las rendijas. Los gatos andaban de una parte a otra, se
encaramaban en las sillas, en la mesa, en las ventanas; daban la vuelta a la
habitación junto a las paredes y maullaban bajo, inquietantemente. Alfanhuí
miró la habitación, alumbrada por un candil grande. Era toda gris, los gatos
grises, el fuego gris, como de una ceniza aceitosa, cerrada. Sólo resplandecía
el aire en las rendijas, por donde entraban con fuerza los cuchillos de frío,
como queriendo cortar aquella marafia espesa y ciega. Pero se embotaban y se
deshacían no lejos de sus resquicios envueltos en el calor, doblados y ablandados
como la cera. Alfanhuí se levantó del fuego y puso su oído junto a una rendija.
Era una brecha fina, abierta entre los maderos de una ventana. Sintió un soplo
dulce y silencioso, blando, constante y resbaladizo, como el tacto de una
sábana fría.
Alfanhuí
abrió la puerta de la casa. La luz de la cocina salió al campo y la cocina
sorbió de la noche como una boca que respira, aspirando largo rato, llenando su
pulmón. Se la oyó respirar muy hondo, llenarse de frescura. Alfanhuí estaba
parado en el dintel. Fuera había nieve.
Al
resplandor de la cocina vino una liebre por el campo y se paró de pinote frente
a la puerta, cara a Alfanhuí. Alfanhuí sintió un trallazo en sus músculos y
echó a correr por la nieve. La liebre iba saltando delante de él, haciendo
cabriolas silenciosas sobre la nieve. Hacia una colina sin árboles corrieron.
Todo blanco. Las nubes se habían quitado y hacía luna. Alfanhuí corría,
respiraba cuanto quería. Abajo se veía la puerta de la cocina como un fogonazo
abierto al campo. Alfanhuí se fue hacia un bosquecillo de chopos pelados que
entreveraban la luna con sus varitas. Bajaba el bosquecillo por una ladera muy
pendiente. Entre los árboles muy juntos, Alfanhuí y la liebre se pusieron
a jugar, sorteando los chopos, trenzando
sus huellas por el suelo nevado. Luego corrieron más lejos, pasaron el cauce,
llegaron al molino, del molino a otra colina, la colina a otro bosquecillo,
circunvalando la casa, en lo bajo. Ahora daban cara a la trasera y no se veía
la luz; pero la luna alumbraba mucho. Así corrieron y corrieron hasta que
Alfanhuí se sació de respirar y llenó sus pulmones con el aire de la nieve.
Alfanhuí
recogió un brazado de leña nueva, verde y húmeda, y bajó a la casa. Con el
rescoldo encendió aquella leña, que chisporroteaba y bufaba, soltando agua y
humo como si se negara a arder y acabó dando una llama fría y metálica, con una
luz clara y joven, que se movía mucho y alegremente alumbrando toda la cocina.
Los gatos, las arañas, las carcomas, las hormigas huyeron.
Alfanhuí,
de pie junto a la chimenea, miró la puerta de par en par y vio cómo amanecía
sobre campo nevado.